Por Eneas Mares
@eneasmares
En el año 1996, cuando cubría información como reportero para la sección de Negocios de El Financiero, la agencia de Relaciones Públicas Edelman me ofreció una entrevista con el entonces
director de la empresa de mensajería y paquetería, United Parcel Service (UPS), Ricardo Dadoo.
Cuando inició la entrevista, me enojó que la ejecutiva de Edelman prendiera al mismo tiempo que yo su grabadora sin antes consultármelo. No me ofendía el saber que la agencia o el cliente se
tenían que respaldar en caso de que me tuviesen que desmentir, pero sí me insultó que no se me consultara y además lo percibí como una actitud invasiva al cuestionar mi trabajo como reportero.
Dos meses después, Edelman me contrató para mejorar su relación con los medios de comunicación y en las capacitaciones de Entrenamiento de Medios en las que explicábamos cómo debíamos dirigirnos
con los periodistas, debatíamos sobre posibilidad de grabar o no las entrevistas. Apelando a mi experiencia, concluimos en que debía ser una acción acordada entre vocero y medio para evitar malos
entendidos, y bajo el argumento de que tanto el periodismo económico como el deportivo requieren exactitud en el manejo de las cifras y cualquier error en la publicación podría echar abajo
negociaciones o perjudicar una acción bursátil.
En el ámbito político y artístico, hemos escuchado a muchos voceros desmentirse a sí mismos y culpar a los reporteros por sacarlos de contexto, cuando son ellos mismos los que emitieron un
mensaje directo frente a las cámaras. En este sentido, la mejor prueba para defender nuestro trabajo periodístico es justamente una grabación.
Si estas prácticas ocurren día a día en el mundillo de las Relaciones Públicas y durante los “chacaleos” periodísticos del día, uno pensaría que lo más sensato durante una llamada telefónica
entre los mandatarios Donald Trump y Enrique Peña Nieto, era que “alguien” debió llevar un registro, más aún por la tensión diplomática actual entre ambos países o peor aún, solo para ayudarse a
redactar un simple comunicado de prensa.
Cuando se filtró una parte de la conversación entre ambos mandatarios a mi ex compañera corresponsal de El Financiero, Dolia Estévez, se marcó un nuevo error en la gestión de
comunicación del gobierno mexicano, revirtiendo la fuerte imagen y aprobación que gozó Peña Nieto durante una semana. A la hora de desmentir, iniciaron los dimes y diretes del gobierno mexicano.
Por un lado, la respuesta de la vocera de la cancillería, Claudia Algorri, dejó mucho que desear al negar a nivel personal a Dolia Estévez y emitir un comunicado con faltas de ortografía.
Del lado presidencial, el coordinador general de Comunicación Social y vocero del gobierno de México, Eduardo Sánchez, repitió en entrevistas en medios electrónicos que “el presidente no graba
las conversaciones”. Si no lo hizo, es un síntoma más de la poca protección que le brinda a la imagen institucional de su propio jefe, pues ahora la percepción de la opinión pública es que el
gobierno mexicano fue humillado una vez más por Donald Trump.
No sería la primera vez que estos errores elementales de diplomacia y comunicación dañen severamente la imagen presidencial. Un claro ejemplo se dio en 2002 durante la Cumbre Extraordinaria de
Las Américas en Monterrey, cuando Vicente Fox le pidió vía telefónica al presidente de Cuba, Fidel Castro, que abandone el evento debido a que quería evitar alguna confrontación a la llegada del
mandatario estadounidense, George Bush, con un literal “comes y te vas”. Si la inteligencia cubana logró proteger a Fidel Castro por casi 50 años, cómo no iba a defender al comandante Castro de
una simple llamada telefónica. Si no aprendimos de ello, es que hemos retrocedido casi dos décadas en materia de comunicación.
Grabar una conversación entre dos mandatarios no es una cuestión ni ética, ni de seguridad nacional, es una cuestión de sentido común. No me refiero a difundir la conversación privada, sino al
menos transcribirla para evitar malos entendidos en el futuro. En el periodismo, negar un contenido sin evidencias contundentes es aceptarlo, por lo que no le cuesta nada a la Presidencia
difundir por lo menos una parte de la versión estenográfica de la conversación y que sea el público quien juzgue si este episodio fue por error de Dolia Estévez con tal de obtener protagonisimo,
o de Eduardo Sánchez por simple omisión.